La Humanidad Irreversible
Tras la obra de William Paats
El compromiso ambiental y la evidente postura en favor de la naturaleza que William Paats propone en su obra “Irreversible” logran mantener latente y amenazante, pero no oculta ni descuidada, una baza fundamental en el surgimiento de esa misma irreversibilidad: la acción humana.
Durante los últimos años, Paraguay ha sido brutalmente azotado por las llamas. Campos y bosques devorados por el fuego; en su lugar, páramos desolados, áridos e imposibilitados de volver a ser cultivados. Todas las causas de estos incendios –escribió el periodista Andrés Colmán Gutiérrez para el diario Última Hora de Paraguay– tienen su origen en la inconsciencia social y ambiental. Podemos corroborar esta afirmación en el hecho de que el Gobierno de Paraguay declaró la emergencia nacional recién después de que 500.000 hectáreas fueron completamente arrasadas. Parece, entonces, no haber dudas de que la negligencia humana resulta uno de los principales causantes y un inconsciente cómplice de este “ecocidio”, como bien lo ha llamado el mencionado periodista.
Justamente, “Irreversible” nos presenta el efecto de la devastación: un páramo reducido. El cosmos (lo que está dentro y lo que está fuera del contenedor) se resume en tres elementos que podemos reducir aún más a tres colores: el negro del carbón, el ocre de la arena y el blanco de la vacuidad de la sala. Y, entre devastación y vacío, la doble amenaza (hacia afuera de sí mismo y hacia sí mismo) del contenedor de madera con grampas de metal. Paats así logra recrear (pero no representar), en una conceptualización minimalista, la destrucción de la tierra, de la vegetación y de quienes se nutren de ellas; todo ello en un solo golpe de vista. De representar se encarga la breve película proyectada detrás de la obra, complementada por el humo de incienso que nubla la visión.
Está claro que Paats nos somete al golpe inmediato de lo evidente: el carbón y la arena. El exceso de literalidad que no llama, o que no intenta llamar, a la búsqueda de una interpretación bajo criterios tecnicistas: llama a la conciencia social. A la conciencia de que, si las quemas y talas de bosques se repiten, todo el cosmos quedará transformado en lo que está dentro del contenedor. Es en el futuro donde la obra misma adquiere carácter de representación por sobre el de recreación: esto que está dentro será, o puede ser, nuestro mundo. De momento, es una recreación que nos advierte que lo devastado es sólo una parte del cosmos.
Con el carbón y la arena tenemos ya dos sentidos del carácter “irreversible” al que apuntaría Paats. En el primer sentido, nos encontramos con lo obvio, lo evidente: la destrucción de los bosques y de la tierra es irreversible. En el segundo, deteniéndonos en lo que está allí dentro, lo irreversible es el orden de los elementos, las dos mitades rigurosamente ordenadas. Si acaso se nos ocurriera girar el contenedor –revertirlo–, el resultado desolador sería el mismo. Arena y carbón, carbón y arena. Lo mismo da. La concepción minimalista subyacente le permite al artista dialogar con dos interlocutores. El primero, la concepción mimética del arte: justamente lo que no se desea es que los elementos sean una réplica de nuestro mundo. Profundizando más, el mismo concebir la obra como representación resulta una amenaza. Al menos por ahora, la obra no debe ser tomada como mímesis. Eso equivaldría a renunciar a toda esperanza de cambio. El segundo interlocutor es nuestra propia imaginación. Para invocarla, Paats apela al vacío de la sala circundante. En efecto, el vacío nos obliga a imaginar qué es lo que queda una vez experimentado el golpe visual del recipiente y su contenido. Si acaso esta obra se exhibiera al aire libre (como en ocasiones lo ha hecho), el llamado a la imaginación desaparece y se sumaría una nueva advertencia: lo que está fuera del recipiente de madera puede convertirse en el contenido que reside dentro de él.
Encontramos en el contenedor la más simbólica advertencia de la obra. Lo que éste nos muestra es un vestigio del desastre. Dispuesto “a modo de lápida”, como puntualiza el crítico de arte Carlos Sosa, simboliza una presencia, en un doble sentido, amenazante. Por un lado, nos amenaza con extenderse para cubrir dentro de sí todo el cosmos. Por otro lado, es un artefacto, en el sentido más pleno de la palabra (la madera y las grampas de metal son claros resultantes del trabajo industrial humano). En tanto progresa su construcción, extendiéndose a todo el mundo, progresa la destrucción de la tierra. Entonces, simboliza una amenaza para sí mismo en el sentido de que también puede resultar víctima de las quemas (en definitiva, está hecho de madera) y de que su función de demarcar lo no devastado y lo ya devastado perderá sentido cuando todo el cosmos se convierta en un páramo. Lo no devastado actúa como sostén del contenedor. Si éste acabara por destruirse, el recipiente también se destruiría. Parecería condenado a su propia destrucción.
El contenedor, en tanto representa un límite entre lo ya devastado (pasado) y lo no devastado (futuro), simboliza el presente. Como un reloj, nos muestra el límite pasado-presente y, a la manera de una bomba que cuenta hacia atrás, el límite presente-futuro. Todo presente, en tanto “dirigir a” (así puede definirse el verbo latino praesum del que proviene la palabra presente), nos llama a repensar nuestro futuro. ¿Y desde qué presente repensarlo? Precisamente desde la noción de límite, de demarcación. De esta forma, el tiempo y el espacio parecen hacerse indistintos uno de otro.
En su carácter de artefacto inconscientemente autodestructivo y de símbolo del presente, el contenedor no es ni más ni menos que el símbolo de la misma condición humana, que carga sobre ella el peso de lo ya devastado. Éste es el tercer sentido del carácter irreversible de la obra: no se puede volver atrás en el tiempo. Éste es el momento de tomar cartas en el asunto, antes que la presencia amenazante del contenedor cumpla con la amenaza que simboliza para sí mismo y para lo circundante. Ha llegado la hora de repensar nuestra propia condición.
La obra nos advierte sobre la amenaza que los seres humanos representamos, a la manera de una “entropogonía”. Así como las cosmogonías nos narraban cómo, a partir de un todo indeterminado, se fue conformando el mundo, esta entropogonía (del griego entropé: confusión, y gónos: nacimiento) nos advertiría que este orden ya conformado está en peligro de volver a la nada, a la indiferenciación que se encuentra simbolizada, además, por la chatura de la instalación misma.
Así, el artista recrea una visión de nuestro propio funeral, que se acompaña, formando parte del otro mensaje (la película y el humo de incienso), con el Requiem de Mozart. De aquí el shock inicial que nos pone de manifiesto las dos opciones: o bien asumimos una postura en favor de la naturaleza, o bien Paats se convierte en el profeta que habrá predicho la catástrofe.
Luciano Sabattini
Estudiante de Filosofía
Bahía Blanca, Argentina
Noviembre 2008